Pensaba que todos su asuntos estaban
arreglados, al menos hasta donde es posible arreglar los asuntos,
porque día a día se van multiplicando; pero en fin, estaba hecho lo
más importante, no quería dejar las cosas desordenadas ni problemas
pendientes. Fue hasta el cuarto de baño, abrió con cierta
solemnidad la puerta espejada del botiquín y mientras su mano
derecha la mantenía abierta, con la izquierda tomó el frasco oscuro
que contenía las cápsulas blandas del suplemento de vitaminas y
minerales; no encontró lugar mejor para esconder una cápsula que
entre otras muchas cápsulas; con cuidado escogió la que necesitaba
mientras pensaba que ese botiquín siempre estuvo mal colocado, por
eso no se quedaba la puerta en su lugar, al abrirlo siempre había
que sostenerla para que no se cerrara sola, y pensó también... así
como esta pequeñez... cuántas cosas más habrá que he pasado por
alto, no jodan, tampoco tengo que arreglar el mundo antes de irme...
pero todas estas medicinas se van a vencer aquí, se van a
desperdiciar; vivía solo y no había quien las pudiera usar; ya la
heladera estaba casi vacía... pero ésto, se le había pasado por
alto. Metió todo en una bolsa de plástico... Farmacia La
Preferida... vaya nombre, ganas de joder, como si uno va a tener de
preferida a una farmacia... se rió el solo de su ocurrencia, como ya
era costumbre, se reía solo porque el sentido del humor le
burbujeaba dentro, aún en esta hora que podría denominarse fatal,
él por lo menos sonreía, tal vez pensó fatal... rima con animal...
y con el pobre Pascual y hasta con su mujer, la loca esa que siempre
lo trata mal, a Pascual, no a él, menos mal; con él no se metió
nunca.
Pobre Pascual, si no viviera tan
ocupado hasta lo hubiera invitado a este viaje sin retorno, pero
estaba seguro que no se iba a animar, más bien trataría de
convencerlo a él de no hacerlo, por eso ni le comentó sus planes.
Ni a el, su mejor amigo, ni a nadie.
Salió de la casa, sacó la llave para
asegurar doblemente la puerta, como cuando se iba de viaje y se la
quedó mirando como si fuera un objeto inesperado, y en verdad lo era
porque no había pensado qué haría con ella. Le dio dos vueltas a
la cerradura, más para darse tiempo de pensar que por asegurar la
casa, ya no importaba tanto la casa, pensó, entonces tampoco importa
mucho la llave.
La arrojó sobre el césped que ocupaba
casi mitad de la acera a un lado de la puerta, sin mirar bien dónde
caía... casi no escuchó nada, el césped amortiguó el impacto; se
dirigió hacia la canastilla de la basura, donde dejó la bolsa con
las medicinas, ya pasaría alguien a hurgar y se las llevaría. Van a
automedicarse... y a mí ya qué me importa, ya me voy a librar de
eso también.
Todo lo que necesitaba estaba en el
bolsillo de su pantalón: junto a la billetera con su identidad y
cien pesos, llevaba la cápsula del adiós, la que con tantas
recomendaciones le entregara el sujeto del laboratorio, sin
preguntar, porque ese era su negocio, indicándole solo cómo debía
usarse, ya fuera en uno mismo o en otra persona, eso no le importaba,
solo que le paguen, nada más. Buena gente el tipo, no era preguntón
ni desconfiado, o tal vez su experiencia le evitaba tener que
averiguar.
Tanto había pensado donde dejar sus
despojos... en una plaza, no, muy visible; en un hospital, no...
odiaba ese ámbito, prefería morir a ser atendido en un lugar de
esos; un restaurante... no, cómo va a ir uno a molestar a la gente,
a malograrles la velada...
Con acierto o sin el, había pensado
que la sala oscura y medio vacía de un cinema sería un buen lugar;
no el lugar perfecto porque lugar perfecto para eso no existe, quien
sabe si comprarse un nicho y meterse en el; pero allí, en el cine,
si lograba irse sin muchos aspavientos, podrían descubrirlo al
finalizar la función, los empleados del lugar simplemente llamarían
a la policía que haría su trabajo, que para eso se les paga, y se
iría sin molestar ni perjudicar a nadie. No tenía familia, y poco
le importaba qué hicieran con sus restos una vez que se hubiera ido.
Quien sabe si terminaría en alguna facultad de medicina; no le
preocupaba que auscultaran sus entrañas porque nada suyo irían a
encontrar en ellas, qué contradictorio: él no era eso que quedaría
tirado allí. Buen provecho, gusanos.
Llegó al cinema, cerca de la
ventanilla sacó el billete de cien pesos y compró su entrada, se
quedó mirando el vuelto desconcertado por un segundo, no le
importaba ese vuelto, pero debía tomarlo para no llamar la atención.
Entró y se acomodó tranquilamente en
la última fila, el cine estaba casi vacío, día de semana y mala
película: la combinación perfecta para conseguir algo de privacidad
y comodidad a bajo costo. Una pareja de enamorados llegó y lo miró
con desconfianza; fueron a sentarse al otro extremo de la hilera,
mejor, ojalá no venga más gente... quien va a querer ver esta
cojudez... para todo hay público... no se puede creer; aunque estos,
como yo, vienen para otra cosa.
Empezó la función, algún drama de
dudoso gusto, propaganda subliminal, cursilerías... no hay ningún
peligro de engancharse con este bodrio y postergar la partida, pero
por consideración la la gente el hombre quería hacerlo cerca del
final, para no interrumpir la función si por algún motivo era
descubierto sin vida antes de que se encendieran las luces. Gente
considerada como el debería vivir, los que debieran suicidarse no lo
hacen, precisamente porque les sobra conchudez y les falta un mínimo
de delicadeza. A este paso solo quedarán ellos, los sinvergüenzas,
y harán del mundo su propio reflejo: un infierno. Pero al autor del
cuento no le está permitido buscar la moralidad o inmoralidad del
mismo, del cuento ¿quién lo dice? - pues lo estoy diciendo yo
ahora.
Al fin, con cierto nerviosismo,
comprensible porque uno no se suicida todos los días, hurgó en el
bolsillo del pantalón... la cápsula... dónde está la cápsula...
aquí está; mientras moría un tipo en la pantalla, de cáncer o de
cualquier cosa, también, con la vida que llevó cómo no se iba a
morir el personaje, se la llevó a la boca y la mordió, como se le
había indicado; algo debía quebrarse pero no lo sintió, solo un
gusto amargo lo hizo estremecer levemente pero no se detuvo, tragó
lo que tenía en la boca y esperó... esperó...
A la gran flauta, ni el veneno, cianuro
de potasio, o lo que fuera lo preparan bien en este país de cuarta.
Felizmente, porque el sujeto se imaginaba que podía despedirse
tranquilamente de este mundo, pero en realidad el cuadro que
presentaría sería horrible: parálisis respiratoria, convulsiones:
todo un show de pataleo y estertores; como dije, una muerte horrible,
imposible de pasar desapercibida.
Transcurrió un cuarto de hora y el
hombre no estaba muerto. Acabó la película, que se la tuvo que
tragar entera, se encendieron las luces y la gente salió. Para eso
no estaba preparado, si tuviera una pistola se volaba los sesos allí
mismo, de puro amargo, pero no la tenía porque era enemigo de la violencia.
Al final, lo vemos de cuclillas
buscando la llave cerca de la puerta de su casa, la bolsa de la
Farmacia La Favorita ha desaparecido ya de la canastilla y quien sabe
si en ella no está la cápsula del fin de los días. Le tocará a
quien le debe tocar, no se pudo torcer el destino.
~
P.S. La preocupación acerca del paradero de la cápsula perdida le produjo un cuadro de estrés, con la consecuente subida de la presión arterial. El llamado asesino invisible lo mató poco después, no en el cine, se lo cargó en el baño mientras tomaba una ducha. Considerado el sujeto, dejó su cadáver bien limpio.
~
Eres macanudo, hasta en cosas tétricas y serias el sentido del humor se te "chisporrotea", es una combinación interesante, me ha gustado Ricardo
ResponderBorrarFernando Atala
Captaste la idea, muchas gracias por confirmarlo en tu comentario, eso es lo que quise hacer, modestamente, parece que algo conseguí.
BorrarQue original relato y ademas grato de leer, a pesar del tema. Sin duda estamos ante un escritor muy especial que nos regala momentos de suspenso con un aire desenfadado y picaresco,muchas gracias por ello.
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