domingo, 2 de octubre de 2016

Discriminación en el Perú II


Parte 2 de 2

  
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De víctimas a victimarios.

 

Estoy seguro que esta segunda parte ha de causar mayor polémica que la primera, porque estar contra la discriminación de toda una raza es algo que nos acomoda a casi todos, incluso muchos racistas se sienten cómodos adhiriéndose a los argumentos dados, claro que sí, aunque sólo sea de la boca para afuera. Pero acusar a los cholos de discriminadores ya es asunto más delicado, habrá quien me discuta o descalifique pero, como la veracidad de este relato es aplastante, lo dejo aquí bien puesto, como tiene que ser, para que lo aprecie quien quiera entenderlo.
Quiero resaltar antes de seguir con mi historia, lo dicho en la primera parte: que el cholo siempre ha sido el más discriminado en el Perú, lo que molesta doblemente pues además de ser una injusticia vienen a hacerla personas que ni los entienden, aunque esa última condición está presente en la mayoría de las discriminaciones. Toda discriminación que agrede es de por sí injusta y condenable.
¿Qué pasa cuándo es el cholo el que discrimina? Porque hay casos en que es justamente él quien lo hace, ¿Y por qué no? dirán algunos, ser cholo no es ser perfecto. En eso estamos de acuerdo. Creo conocer los dos lados de la moneda.

 

 

La venganza ciega.

 

En algunos casos, la víctima se transforma en victimario. El discriminado, cuando tiene la ocasión, discrimina y ofende al diferente en una venganza confusa, desorientada, pues se venga lo sufrido por él mismo o por sus congéneres en cualquier persona u objeto que tenga la desgracia o mala suerte de coincidir aunque sea ligeramente con el objetivo imaginado. O porque está allí en minoría, simplemente. Entonces, en un ámbito en que la discriminación es usual, nadie está libre de ella.
Como soy yo quien ésto escribe, lo escribo desde mi propia experiencia. Siendo hijo de un hombre de alto desarrollo espiritual, desde niño entendí la injusta posición en que se hallaban los que mi padre, que era extranjero (árabe, palestino y cristiano para mayor precisión) llamaba "los hijos del país" y que tristemente comentaba en qué miserable condición sobrevivía gran parte de ellos. A veces veía pasar a un humilde cargador sosteniendo enormes bultos, a un niño descalzo o a una enjuta mujer amamantando un débil hijo con una escuálida y flácida teta; entonces mi padre, con pena y dolor, señalaba...

- ...y ¿éstos son los hijos del país!?

Como sabemos quienes lo hemos visto, al cholo humilde se le tenía poca consideración. Mi padre ayudaba como podía y un poco más, y yo nunca lo olvidé; daba lo mejor de sí en el intento y les hablaba con afecto, amistosamente, en su propio idioma que había aprendido por el interés genuino que despertaban en él los hijos del país que lo acogieron, con generosidad la mayoría, con fea envidia unos pocos, con discriminación otros tantos; la misma discriminación que pesó sobre mí más adelante y que a mi corta edad se mostraba exagerada.

 
Sería alargar demasiado la narración si agrego las diferentes reacciones que su amable actitud provocaba; la mayoría de las veces era de agrado pero también había quienes se ofendían porque se les hablara en quechua y le reclamaban dolidos: "¿Por qué me hablas en quechua... acaso no sé castellano?"

En ese ambiente enrarecido hasta se ha llegado a acusar de discriminador o lacayo al propio Luis Abanto Morales, excelente persona y memorable cholo, y a su canción insignia Cholo soy de racista. Está difícil la situación, realmente lo digo.

Y en ese enmarañado berenjenal me estoy metiendo yo por mi propio gusto.





Mi experiencia.

 

Yo me sentía tan peruano como cualquiera y hasta la constitución lo afirmaba claramente "....los nacidos en el territorio de la república..." no determinaba si se era hijo de chino, árabe, judío, negro, japonés o marciano. Lo malo es que para muchos, en la práctica, yo no dejaba de ser un árabe nacido en el Perú, nada más lejos de mi íntimo sentir: yo era peruano, me identificaba con el país y su historia, me indignaba sinceramente con las injusticias sufridas por ejemplo por Paco Yunque de César Vallejo, admiraba el valor de José Gabriel Condorcanqui, el  gran Tupac Amaru II, y me apenaba su fracaso; me emocionaba la aventura trágica y la gran valentía de José Olaya y también me divertía cada domingo con las aventuras del Súper Cholo que publicaba El Comercio en su suplemento. Todos ellos cholos y respetables, así era como los veía y compartían dentro de mí el mismo espacio imaginario que personajes de otras nacionalidades; por los valores inculcados y luego por propio convencimiento, nunca discriminé a nadie; al menos no como para ser acusado de racista, aunque alguna vez en el ardor de la juventud, seguramente he respondido a algún insulto de esa clase con otro equivalente:

- ¡Camello de mierda!

- ¡Indio de ídem!


Sin embargo puedo asegurar que desde muy pequeño llevaba conmigo la ética del caballero andante (que para algunos "vivos" equivale a ser idiota) y hasta hoy es esa mi actitud, o por lo menos trato: compasivo con los débiles, severo con los fuertes, comprensivo con mis iguales. Tratándose de esos intercambios de ofensas merezco alguna indulgencia porque jamás tiré la primera piedra, no era mi manera de ser ni lo que creía correcto, pero había que defenderse, y más aún si consideramos el carga montón que me hicieron cincuenta contra uno en el primer año de la secundaria del que más adelante sería mi querido colegio Santa Isabel, pero que esa vez lo odié.



Cambio de colegio.

 

Todo comenzó ni bien entré a Santa Isabel. Por una confusión administrativa caí en el Primero "H", donde estaban quienes repetían el año por segunda o tercera vez, unos muchachotes - varios de ellos hombres hechos aunque no tan derechos - que ya mostraban vello facial, curtidos de castigos y reprimendas, quienes sólo se doblegaban después de dos o tres brutales golpes que el auxiliar de educación les propinaba con toda su fuerza, en el trasero o en los muslos, con un garrote de madera que siempre tenía a mano como parte reglamentaria de su equipo de trabajo, mientras yo, con doce años de edad y recién llegado del colegio Andino, donde el máximo castigo podía ser un reglazo (golpe con una regla en la palma de la mano) o un simple tirón de orejas; donde una amonestación delante de tus compañeros y compañeras de clase bastaba para avergonzarte y hacerte cambiar de actitud; temblaba incrédulo en un rincón del aula observando ese dantesco escenario de golpes, desorden y escandalosas groserías jamás oídas antes... si era eso lo que me esperaba ¡cómo podría soportarlo!
No es que en el Andino no hubiera cholos, claro que los había, pero estaban diluidos en un cosmopolitismo de gringos, chinos, japoneses y otras razas; la composición en Santa Isabel era casi la misma, la principal diferencia era la cantidad. En el colegio Andino no eramos más de treinta y tantos alumnos por salón y sólo había un salón por cada grado, lo que en toda la primaria, incluyendo transición, no llegaba a doscientos estudiantes, se nos llamaba por nuestros nombres y apellidos y la disciplina era más fácil de aplicar; mientras que en Santa Isabel eramos tantos, cerca de dos mil alumnos convivían en la secundaria común diurna, que sólo nos identificaban con un número, y el mal comportamiento tenía mayores probabilidades de pasar desapercibido.

- ¡Veintitres!  

- ¡Presente!

Díganme si no era parecido a una cárcel o a un cuartel, más aún cuando una de las obsesiones de gran parte del alumnado no era otra que escapar de los claustros (o antros) del saber. Para ello trepaban las paredes y hasta hacían forados en las murallas exteriores del colegio que de tan perforadas parecían pinturas surrealistas por la variedad de agujeros y reparaciones que exhibían.

- Papá... quiero volver a mi colegio... por favor...

- Éste es tu colegio ahora.

Así era él: recto, disciplinado, y no aceptaba mañoserías. A las dos semanas, después de investigar y descubrir la causa de mis quejas, mi padre - que era profesor en ese mismo colegio -  intervino y me hizo cambiar a la sección que desde el inicio me correspondía por edad y condición de no repitente, el Primero "A", donde entré como un extraño cuando ya todos los demás alumnos se conocían entre ellos y habían formado sus grupos; y yo, nuevo, blanco y desamparado, fui inmediatamente y desde el primer día víctima del acoso estudiantil de parte de casi todos los integrantes del salón de clase. Algunos estudiantes se compadecían de mi situación y entendían perfectamente el abuso, pero no estaban dispuestos a arriesgarse por mí, sólo dejaban hacer a los más canallas que incitaban la burla y el odio al diferente, que era yo, y a unos cuantos eso parecía motivarlos tal vez a una injusta venganza por desprecios recibidos de otra gente que nada tenía que ver conmigo.



El daño ya estaba hecho.

 

Mi nuevo colegio se parecía mucho más a una cárcel que a un centro de estudios. El tremebundo Primero "H" me había parecido una caótica antesala del infierno, pero debo reconocer que ninguno de los grandulones se metió conmigo, creo que me ignoraban o hasta en ciertos momentos parecían cuidarme; por ejemplo cuando llovían puntapiés y puñetazos por doquier, nunca recibí ninguno, lo que no puede ser solamente producto de la casualidad; estoy seguro que me cuidaban porque me veían más chico y esa vez - principios de los sesenta - hasta los delincuentes tenían códigos de ética, cuánto más esos muchachos que por lo menos disfrutaban del privilegio de asistir a un colegio. Puedo decir que los recuerdo con cierto afecto, pero ni en el peor momento pensé siquiera en la posibilidad de regresar allí.
Ardua fue mi integración en Santa Isabel. El Primero y Segundo de media soporté todas las injusticias, abusos y escarnios imaginables (nada de violencia sexual, valga la aclaración: todo era joda, golpes traicioneros, pequeños hurtos, burlas, insultos y peleas a puños, cabezazos y puntapiés). Me insultaban desde lejos amparados en el anonimato del uniforme y de cerca protegidos en el montón, me trataban de camello o de judío (árabe o judío era para ellos la misma cosa, así como chino o japonés eran la misma cojudez... perdonemos su ignorancia). Me hacían pelear con el más "chico" de la clase, un enano revejido y delincuente contra el que no tenía posibilidad de ganar y que no sólo me regalaba golpes sino que hasta rompía algunos pupitres en su furia. Claro que me ganaba, entre la loca algarabía de la clase: todos contra mí; y porque no se trataba de un pequeño alumnito, no ¡qué iba a ser! ya dije, era un enano que le podía pegar a cualquiera de la clase y que también sufría el escarnio por su baja estatura y se vengaba conmigo delante de un público que lo apoyaba circunstancialmente, a condición de que golpeara al chivo expiatorio; porque luego seguía siendo el enano"cachirulo". Con él me enfrenté una sola vez y en esa ocasión vi el odio en sus ojos, que sólo en parte era por mí porque estoy seguro que ese odio le nacía más que nada por las burlas de que también era objeto; al final de la pelea un alumno se atrevió a acercarse... no a defenderme, sólo vino a hablar conmigo para darme su apoyo moral.

- Son unos cobardes: El "cachirulo" le pega a cualquiera del salón, no es chico... ¡es un enano y bien mierda!

- ¡Tienes razón, claro! Es un enano...

Ya el compañero se alejaba, no fuera que al verlo conmigo los demás se le "prendieran" también a él. El enano era fuerte, cuadrado, tal vez hasta más ancho que alto, y si no fuera por esa antipatía impuesta por los demás, podíamos haber sido buenos amigos.
Así es el acoso. Nadie me defendió, nadie me ayudó de manera alguna y nunca esperé que lo hicieran pues era imposible que alguien se arriesgara a compartir mi gratuita condena, lo que terminó por hacerse costumbre, y yo padecí de los doce a los catorce años la más triste soledad y desamparo, de lunes a viernes de 8 a 12 y de 2 a 5; los sábados solamente de 8 a 12. El fin de semana descansaba.


bitacoraacosoescolarbullying.blogspot.com

El segundo año no fue tan malo, pero lo experimentado con esos mismos compañeros hacía difícil la convivencia y la amistad. Como es de suponer, todo ello repercutía en mi rendimiento, no podía estudiar ni aprender gran cosa, y después de haber sido uno de los mejores alumnos de primaria pasé a ser casi una nulidad al comienzo de la secundaria, hasta que repetí el Segundo de media; podría haber pasado pues tenía tres cursos de cargo; pero mi padre dijo que eso era pasar por agua tibia, y que mejor era repetir el año. Muchos pasaban por agua tibia, era lo más común.

Y así fue que repetí el año. En mi segundo Segundo empecé una nueva etapa, conseguí un amigo, (Loco, a tí te consta) luego otro, y otros más; y más adelante, pasados los años eran todos mis amigos; los de la promoción anterior dejaron de cruzarse en mi camino, salvo algunas raras ocasiones en las que sí pude defenderme porque ya no estaba sólo contra el mundo, y la destruida confianza en mí mismo se estaba reconstruyendo lejos de esos ya no tan pequeños hijos de la gran puta.



Colegio de Machos. 

 

Santa Isabel era un colegio de varones y exigía un comportamiento acorde con esa condición. Hay quien dirá que eso es machismo, lo cual no voy a discutir pues el tema tratado es otro y tampoco soy yo quien inventó esa costumbre. A mí no se me discriminó por no ser lo suficientemente macho, como sucedía con algunos pobres chicos algo delicados, sino por tener un aspecto físico diferente. Eso está claro y quedó aún más patente a medida que fue pasando el tiempo, demostrándolo con mi comportamiento en el día a día con mis compañeros de clase y con los profesores; en la banda del colegio, en la policía escolar  y  en la compañía de bomberos de Huancayo a la cual ingresé como voluntario con 16 años de edad.  

Sólo quedaba aguantarse y tirar para adelante a como diera lugar, ni pensar en contar en casa lo que me pasaba en el colegio, me daría vergüenza y pena hacer sufrir a mis padres que poco podrían hacer. "No te dejes", me dirían... ¿y cómo? no es que me deje o no, ellos hacen lo que les da la gana y son casi todos. No hay nada que hacer, sólo soportar el largo calvario.  El colegio era tan grande, que así como mi padre que frecuentaba los cursos de cuarto y quinto años, muchos ni se enteraban de lo que me pasaba. 

Así crecí, y por fin hice amigos y hasta fui en algunas ocasiones líder o igual entre mis pares. Como dice el filósofo: "Yo soy yo y mis circunstancias".



La solución... hay que lucharla.


Mi simple y particular experiencia me dice que los primeros pasos para la convivencia se dan en la casa y en el colegio (¡Asombroso descubrimiento!). A mí en casa me enseñaron muy bien, lo que me falló fue el colegio: la falta de organización, la mediocridad de algunos empleados y profesores, el desorden reinante; y agregado a todo ello la mala orientación que traían los alumnos de su casa o de su calle, vaya uno a saber de donde venían algunos de esos energúmenos infelices y acomplejados. Y finalmente la impunidad: no recuerdo que nadie haya sido amonestado por estarme jodiendo la vida, lo cual aconteció de forma cotidiana, día tras día, mañana y tarde, durante dos largos años. No me digan que no se daban cuenta, o díganmelo para responderles que algunos eran unos ciegos, incapaces y otros simplemente no podían hacer más porque la situación y el número los sobrepasaba.
Tuve profesores y compañeros de muy alta calidad moral, lamentablemente en esta crónica desgraciada pareciera que los ensucio a todos. No es así, aunque al contarlo pueda dar esa impresión, es por eso que insisto en aclarar que en todas partes hay de todo, y tanto más meritorio es el buen ejemplo allí donde el malo parece ser fácilmente tolerado.
Y como macho que era, no podía rebajarme a delatar a ninguno de mi verdugos, lo cual solamente empeoraría mi situación porque además de ser el camello pasaría a ser también el "acuseta", y eso sí que hubiera sido más grave.
Y así fue; después, pasados unos años y sobre todo ya desde el lejano recuerdo y desde afuera, llegué a amar a mi querido colegio, la Gran Unidad Escolar Santa Isabel, que además de letras y números, geografía, historia y educación física, me enseñó también lo que es sufrir, lo que es joderse en el Perú si de pronto te ves rodeado de cholos que te odian por ser blanco y empiezan a vomitar todo su resentimiento sobre ti. Qué mal me suena eso, cómo me gustaría no tener que haberlo escrito.
No considero que haya sido un simple caso de acoso escolar porque el factor detonante fue la diferencia racial, factor que estuvo presente día a día y justificaba la permanente agresión.
O sea que fue acoso escolar motivado por el racismo.
¿Para qué lo pongo aquí? - Para colaborar con un grano de arena o con una mancha de barro en el afán de entender las diferentes situaciones que se dan dentro de lo que llamamos discriminación. No puedo negar que un sabor amargo me queda después de contar esta experiencia, pero nada más, logré superarlo en su momento y la mejor prueba de ello es que ahora lo esté contando abiertamente.
Esta es mi historia y mi aporte a la discusión del país del choleo, de la pitucada y de la discriminación.

Como dije en la primera parte: Que entienda quien quiera entender, aún están vivos los protagonistas; y que me crucifique, no quien quiera, sino quien pueda; porque ya no soy ese chico desamparado de doce años que no entendía lo que le pasaba. Tengo un par de historias más que tienen que ver con el racismo, cosas nada extraordinarias y que por eso mismo deberían llamarnos a reflexión. ¡Qué país es el nuestro!

Que nadie se haga el inocente.


Hoy tampoco habrá poesía pues no está el horno para bollos.
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1 comentario:

  1. Ricardo, por lo que cuentas, en Huancayo había más discriminación de lo que me imaginaba, en la primera parte, antes de tu experiencia personal, es absolutamente cierto el nivel de discriminación que hasta la fecha existe a nivel nacional, en cuanto a tu experiencia personal, te diré que yo habiendo nacido en Huancavelica, no existía la menor brizna de discriminación racial, a pesar que en mis aulas de educación primaria habíamos blancos y cholos e indios; en alguna ocasión te conté que en horas de recreo nos dispersábamos y en forma completamente natural los blancos jugábamos entre nosotros y todos los demás entre ellos, no por discriminación racial, sino por diferencia social que los que no tenían acceso a ese nivel, no se juntaban con nosotros, como ves es otra forma de discriminación que existe en nuestro país.

    Te felicito por la valentía de contar que un enano te sacó la mugre, pero que después te repusiste.

    Abrazos
    Fernando Atala

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