domingo, 15 de abril de 2018

Cuentos no creíbles - 1 El Sacrificio





- No me pongan la venda - dijo el presidente con voz firme aunque algo ronca, mientras observaba a los ocho jóvenes soldados que componían el pelotón de fusilamiento. Tres de ellos tenían balas letales y cinco solo cartuchos de salva, para que ninguno se sintiera un asesino ni se vanagloriara de haber ejecutado al jefe de estado. Todo esto al azar, porque las armas habían sido preparadas previamente y dejadas en sus lugares correspondientes sin diferenciar unas de otras y después designadas por sorteo, al igual que por sorteo se escogieron los soldados y también el número de ellos: ocho. 
Desde hacía varios años todo se hacía por sorteo. Muchos hombres y mujeres se inclinaban a aceptar que la mejor elección era la que hacía la casualidad, el azar, el misterioso sino, y así, cada tantos años se sorteaban unos tras otros todos los cargos públicos del país. Para quien saliera elegido, aceptarlo o no, era opcional, pero una vez aceptado se acataban también las condiciones previas; en el caso del presidente y otros altos funcionarios, la defraudación, sea ésta la que fuere, se castigaba con la muerte.
Él era el segundo presidente elegido por sorteo. El anterior, primero de la serie, había muerto de enfermedad dejando una duda bastante extendida de que tal vez esa enfermedad lo había librado de la ejecución. El sistema, recientemente inaugurado, estaba siendo cuestionado, y esa era la principal preocupación del actual mandatario ¿Cómo hacer para que se cumplan y se respeten las reglas? ¿Cómo hacer para que se acaten y se apliquen tan duras leyes? 
Tras mucho meditar, llegó a la conclusión de que solo los hechos pueden probar contundentemente ciertas cosas. Él amaba a su país y su prioridad era consolidar este sistema en el que creía firmemente. Tenía que funcionar, y había que demostrar que así era.

Los encargados de su ejecución respetaron su último deseo y dejaron que observe los preparativos de su propia muerte; los soldados parecían más incómodos que él, sobre todo el jefe del pelotón que no sabía dónde poner los ojos, al final todos clavaron sis miradas en el pecho del condenado tratando de evitar el rostro y sobre todo los ojos.

- ¡Preparen!

No pudo evitar recordar su primer día como presidente. Había tomado la precaución de separarse completamente de familiares y amigos, aceptó el cargo pensando en servir a su patria y sacrificarse por ella; el deseo era auténtico y así lo entendieron todos, o casi todos.
Gobernó como quien cumple una condena en aislamiento, nada quería para él ni para nadie que tuviera nombre y apellido, se entregó a vivir, sentir y desear lo que fuera conveniente al pueblo, pensado como una categoría filosófica abstracta, sin imaginar rostro, condición o identidad alguna. Le fue más o menos bien durante los primeros meses, pero algo tenía que fallar. Es tan cierto eso de que si algo puede salir mal, entonces saldrá mal, que le dolía profundamente porque siempre fue un optimista, sobre todo en política. Estaba claro que la gente creía cada vez menos en la implacable justicia del sistema y por ende en su eficacia aún no comprobada. Dudaban que pudiera ser la solución definitiva. Estaban tan acostumbrados a la mentira que les parecía imposible que existiese la verdad.

- ¡Apunten!

Era un extremista, solo un hombre así podría aceptar un cargo tan exigente y tan precario, porque la vida de quien lo ocupaba pendía de un hilo.
Se le acusó de haber sustraído cierta cantidad de dinero del Estado, las cuentas no cerraban; nadie más podía ser responsable.
El monto faltante no era gran cosa, y él mismo lo había sustraído; billetes nuevos de perfecta trazabilidad, y los había incinerado tranquilamente en secreto. Necesitaba un crimen por el cual ser acusado, condenado y fusilado, para que la gente se tomara en serio la formidable solidez del sistema que habían adoptado pero que no terminaba de convencerlos. Sería no solo una advertencia sino - lo más importante - el inicio de una tradición inapelable. Aunque sacrificaba su prestigio personal, entendía que mucho más valioso era el futuro de su patria. Volver a lo de antes sería una tragedia.
Una leve sonrisa se dibujó en su rostro antes de caer muerto sin haber oído los disparos que llegaron recién cuando ya no podía escucharlos; recordaba lo que siempre le habían dicho: Eres un extremista, y en ese instante final entendió que lo era de verdad.
Se olvidó de actuar como un cobarde; lo había pensado así para darle más dramatismo a la ejecución; pero la emoción de la hora fatal y seguramente que su dignidad personal acabaron por traicionar ese deseo. Murió sereno y en paz.
Su infamia simulada pero castigada de veras con todo el rigor de la ley formaría los cimientos de una larga etapa de paz y justicia. Al menos esa era la idea.

- ¡Fuego!
~


(Próximo domingo, continuación en el más allá)

1 comentario:

  1. Este presidente era un idealista y extremista, pero esperemos el próximo domingo

    Fernando Atala

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