Se encontraba en la estación del tren, en una fría mañana de julio, el sol ya había asomado tras los cerros cercanos de la cordillera pero los altos eucaliptos aún no permitían que sus tibios rayos llegaran al andén, hacía frío, pero él sentía que era un frío vitalizante, que lo impulsaba hacia adelante, hacia la vida.
Había llegado el día anterior a esa ciudad intermedia de su viaje.
Había llegado el día anterior a esa ciudad intermedia de su viaje.
Se quitó los guantes, abrigadores pero engorrosos, para asir con seguridad el helado hierro cromado al lado de la puerta del vagón, y subió los tres o cuatro peldaños que lo acercaron al interior que esperaba fuese menos frío; decepción, estaba más frío adentro que afuera, pero al ser un espacio cerrado prometía una posterior tibieza.
La estación tenía dos salidas -o entradas- opuestas. Una hacia el este y otra hacia el oeste; la del oeste era la más importante porque en esa dirección se iba hacia la capital y los trenes que pasaban por ella eran más modernos y cuidados, la del este era como una modesta puerta trasera por la que llegaban y partían los viejos pero admirables trenes que conectaban las humildes localidades de los valles y alturas de la serranía, hasta llegar a una más fría y modesta ciudad que se encontraba al final del recorrido. Allá se dirigía el viajero, hacia la hermosa ciudad que aunque rodeada de minas en las alturas, el aire, más fino y leve, era siempre puro, incontaminado. Su gente, aparentemente introvertida y desconfiada, se mostraba sincera y generosa inmediatamente después del primer saludo, del primer contacto con el que venía de fuera; lo examinaban rápidamente y valoraban en el acto la calidad humana del visitante, que siempre hallaba la más cordial bienvenida. Había que ser muy hosco o muy pedante para que las cosas no sucedieran de esa forma. Él lo sabía porque era de allí.
El viajero volvía después de treinta años. El recorrido, a los pocos kilómetros de andar el tren, ya era el mismo de siempre, no había cambiado nada. Pasaban ante las ventanillas las misma casas de adobe con techos de tejas, otras con techos de paja; los corrales, los depósitos, las chacras; las parcelas cultivadas que de media distancia parecían mullidas y gruesas alfombras y desde las alturas se mostraban como bellos mosaicos coloridos rodeando villas de ensueño.
La sensación de regresar en el tiempo que había sentido al comenzar el viaje, se hizo más fuerte.
La sensación de regresar en el tiempo que había sentido al comenzar el viaje, se hizo más fuerte.
Se detuvo el tren en alguna localidad intermedia, niños, niñas y mujeres principalmente, ofrecían diversas viandas a los pasajeros, subiendo a los vagones y también a través de las ventanas. Él sólo compró tres panes, tibios, suaves y olorosos, que eran una delicia para comerlos solos y recordar ese sabor que siempre estaba presente en su memoria. Eran los mismos que había comido de chico, la última vez con diez años de edad, antes de salir de ese paraíso que era su barrio, su casa, su entrañable pueblo, hoy llamado ciudad; él prefería llamarlo pueblo, era más íntimo; ciudad le sonaba a cosa ajena. El sabor del pan le hizo sentir que estaba en esos días añorados.
Imposible no sentirse en el pasado. Era el mismo tren, los mismos pueblos junto al camino de las rieles, sin otra comunicación que no fuera la vía férrea; la misma gente, la misma música que a veces llegaba lejana de entre callejas angostas, no contaminadas por motores ni combustibles.
Pasaron las horas que tenían que pasar y se detuvieron en varios otros pueblos parecidos pero no iguales, y llegó. La misma estación de bloques de piedra, en lo alto del pueblo y cerca de otros cerros le dio la bienvenida a lo que fuera escenario de sus primeros tiempos de vida. Ahora volvía hecho un hombre, pero sólo por dos días, a cumplir un asunto netamente profesional.
Se registró en el antiguo hotel en la plaza principal que a pesar de tener aspecto de prisión o fortaleza por su sobria y sólida construcción en piedra, era agradable y acogedor, su interior de fina madera protegía del frío de afuera; era mediodía, almorzó en el comedor del mismo hotel y calculó que tenía poco más de una hora libre antes de acudir al encuentro previsto. Iría al antiguo barrio donde vivió, estaba a tres o cuatro cuadras de la plaza, tenía tiempo para ir, volver, y hasta descansar un poco después del paseo.
Llamó al mozo; se acercó un joven de cara conocida, casi familiar, seguramente la habría visto antes en otra persona; firmó el vale y salió a la acogedora plaza, caminó hacia la catedral, sólo quería verla por fuera porque su característico frente barroco le agradaba desde siempre, observó satisfecho que estaba igual, mejor de lo que esperaba, la vio limpia, nueva... la piedra es siempre joven, pensó, y se encaminó hacia su antiguo barrio.
Imposible no pensar en Alicia, su noviecita de siete años, a la que casi no le había dicho algo más que hola, pero algunas veces caminaron tomados de la mano; una vez la besó en la mejilla y ella, con un leve estremecimiento, le apretó la mano. Él con diez años y ella con siete. En las tardes de sol Alicia se sentaba a la puerta de su casa para recibir los generosos rayos; en esos pensamiento estaba cuando llegó a la esquina de la que fuera su casa, recorrió tranquilamente la limpia vereda, el barrio estaba igual que siempre, las casas eran las mismas... no había pasado el tiempo; cruzó la calle y en la esquina siguiente - era una cuadra muy corta ésa - se dirigió hacia donde vivía Alicia y al girar vio lo imposible: Alicia sentada en la puerta de su casa, él se miró las manos para ver si eran de niño, si el tiempo en verdad había retrocedido, pero sus ojos se encontraron con sus manos de siempre, de hombre; se detuvo y sus pasos dejaron de sonar en la solitaria calle, el silencio sorprendió a la niña que volteó a mirar y sus miradas se cruzaron. Era ella, pero no lo conocía. No supo qué hacer... siguió andando, acercándose, y la niña con esa curiosidad inocente que no se disimula, lo observaba sin fingimientos, pasó a su lado y sin detenerse la miró.
- Buenas tardes señor - le dijo ella al notar la atención del caminante.
- Buenas tardes... niña... - respondió, aunque quiso decirle Alicia, tal vez aminoró el paso o hasta se detuvo por un instante, porque otra voz le llegó, preguntando:
- ¿Señor? ¿A quién busca? - Era una mujer que él comprendió al instante que tenía 37 años y se llamaba Alicia.
- No, nada, solamente pasaba por aquí - respondió con calma tras una rápida mirada a la mano derecha de su antigua novia: estaba casada, el anillo de bodas resplandecía con impiadoso brillo en la blanca mano de la señora Alicia de no se quién, que pareció reconocerlo y lo vio alejarse mientras ella entraba a la casa seguida de la pequeña, y la imagen de un hombre se dibujaba cerca de la puerta, acercándose a ellas.
No, el tiempo no había retrocedido, por más que él lo deseara. El ayer y el hoy se colocaban otra vez en su lugar, y tuvo que seguir andando hasta dar toda la vuelta a la manzana para no cambiar el rumbo tan bruscamente y llamar la atención por ello.
Se alejó pensando, sintiendo, recordando que...
Se alejó pensando, sintiendo, recordando que...
... hace mucho tiempo
Eras, niña, mi sueño cumplido;
en tus ojos alegres miraba
mi reflejo, pequeño y preciso,
y en los míos el tuyo encontrabas.
Descubrir que los ojos reflejan
lo que sea que con ellos miras,
lo supimos en las tardes quietas
siendo niños que de éso se admiran.
Sólo yo que conozco tu infancia
puedo ver lo que nadie más mira
y saber lo que ocultan tus ansias;
sólo tú, que me viste de niño,
puedes darme en igual abundancia
el amor, la pasión y el cariño.
~
Ricardo, me has hecho acordar tiempos pasados, con una nitidez clara,limpia, parece que fuera yo el viajero, parece que fuera yo el que sentía el frío y la emoción de ver mi ciudad natal, es cierto que en los andenes de los poblados que cruzaba el tren, vendían fruta, los famosos duraznos "blanquillos", b izcochuelos dekliciosos, o choclos frescos recién sancochados con un pedazo de queso fresco, en realidad estás hablando de Huancavelica, y es cierto que el calor humano de la gente de esa cu
ResponderBorrariudad sobrepasa el frío y la altura, cosas a las que te aclimatas, te agradezco por los recuerdos del viaje, pero lástima que Alicia no era la chica con la que caminaba de la mano de niño.
Fernando Atala
Gracias Fernando, en realidad el relato es bastante simple, en tus recuerdos hay más riqueza que en el cuento, y es tu lectura la que lo eleva a niveles que tal vez no merece pero que de alguna manera a conseguido despertar en ti.
BorrarRicardo,
ResponderBorrarMe gustó este texto del Viaje a Pasado, sobretodo ese cambio de tiempos que sucede como un chispazo inesperado, entre la niña y la mujer. Me hace recordar un gran corto del cineasta peruano Robles Godoy llamado "Cementerio de Elefantes", donde también se da un giro de tiempo inesperado y fabuloso. Felicitaciones!!
Muchas gracias, Yolanda, me satisface mucho que hayas encontrado algo bueno en esta narración, sobre todo tú, que de escritura sabes bastante. Recibo feliz tu comentario.
BorrarMaravilloso relato que une dos tiempos distintos y los sentimientos se presentan con fuerza y se hacen vividos. Felicitaciones por tan bello relato.
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