viernes, 10 de enero de 2014

"La sandalia del arador": Novela inexistente.

CRÍTICA LITERARIA

No es tarea fácil hacer la crítica de una obra literaria, hay que leerla primero; y allí nomás ya comienza la complicación porque ya casi nadie lee; y luego esperar que los lectores concuerden por lo menos en lo más general con la opinión del crítico y no se llegue a inacabables discusiones engorrosas e inútiles; y todo para lograr que quienes no lo hayan leído se hagan una idea del libro y lo dejen tal vez para siempre en el olvido.
Entonces, puede ser igual o más interesante aún hacer la crítica de un libro y de un autor que no existen. Nos saltamos entonces la etapa más árida y menos satisfactoria de la crítica literaria y vamos directamente a lo que interesa: destripar al autor y a su obra. Imaginemos una novela y hagamos la correspondiente disección literaria. Seamos fríos, insobornables e implacables en nuestras observaciones.
¡Qué absurdo! me dirán, y posiblemente ni me tomen en serio porque soy un ilustre desconocido en el campo literario, sin embargo Jorge Luis Borges lo hizo más de una vez, causando admiración y merecido aplauso, por ejemplo en Ficciones: Examen de la obra de Herbert Quain, que no existe, o El acercamiento a Almotásim, igualmente un apasionante libro jamás escrito, y llegó mucho más lejos inventando hasta mundos y universos enteros como en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, previendo incluso internet, la web y hasta la misma Wikipedia.

    - ¡Y usted ya se quiere comparar con el gran Borges! ¡Éso nomás faltaba!
    - ¿Por qué no? - Algún parecido existe entre nosotros.
    - ¡Ja! ¿Cómo así?
    - Ambos humanos, me parece... dos ojos al frente, nariz al medio de la cara, la boca debajo... el parecido es evidente.
    - Chistoso.
    - Y qué quería, que un Borges le dirija a usted la palabra y se ponga a discutirle de tú y vos, por favor, ¡ubíquese!
Así es que inventemos al autor y a su obra. Que sea Mucher Hueber, un novelista contemporáneo. Aquí vamos:


EXAMEN DE LA OBRA DE MUCHER HUEBER

Crítica "objetiva" de su novela:

La sandalia del arador”

(2013)
Editorial Dabadabadú
Putrajaya - Malasia
Desde que publicara su primer texto, allá por 1988, este autor ha llamado mi atención por su contradictoria prosa plagada de inútiles adjetivos que aunque recargaban fútilmente el lenguaje, le daban una cierta sensación de interesante profundidad que encandilada a los lectores menos atentos. Incursionaba asombrosamente en temas de los que nada conocía y lograba con increíble desparpajo discutibles confrontaciones con estudiosos mucho más enterados que él pero que careciendo de algún renombre, sucumbían ante los impiadosos medios que los presentaban de manera poco menos que caricaturesca, en su afán de defender con impudicia al mentado autor, posiblemente más mentado todavía después de tanto favoritismo mediático.
Éso de preguntar cualquier cosa a cualquier “celebridad” tiene sus bemoles. Le preguntan de política a un futbolista, de geología a una modelo, de ginecología al presidente de la corte suprema. Un día a Hueber le preguntaron seriamente sobre el calentamiento global. ¡Qué va a saber ese cojudo de calentamientos! Ni yo, que soy especialista en esa otra cosa.


    - Mr. Hueber... ¿Qué opina sobre el calentamiento global?¿Sabe que hoy pasamos la barrera de los 400 ppm* de CO2?*
    *(400 partes por millón de dióxido de carbono en la atmósfera terrestre. Según afirman los científicos éste es el punto de no retorno, como se dice el punto del “ya nos jodimos”. Se alcanzó el 8 de enero de 2014, partes más, partes menos.)


    - ¡400 ppm! Ja ja ja...Mientras no se me quemen las tostadas del desayuno, no tengo problemas con el CO2. - Contestó, según él, con mucha gracia.
Y le festejaron la cojudez (tontería, estupidez), diseminando de esa forma entre los oyentes y/o televidentes esa virulenta superficialidad que nos lleva a las profundidades inconmensurables del infantilismo idiotizante que tampoco voy a solucionar con mis incursiones por el mundo de las letras, ni tengo por qué hacerlo. Desgraciadamente los medios cumplen rigurosamente su papel de des-informadores y embrutecedores masivos. Pero sepan que se puede ser profundamente superficial pero jamás superficialmente profundo.


    - A usted lo deberían entrevistar, oiga.
    - Seguro... que me vengan a preguntar sobre la fauna hondureña, digamos que acerca de la idiosincrasia telúrica del ciempiés peludo de Tegucigalpa y su interacción con la cucaracha voladora de la despensa del chino de Comayagua, ya van a ver como me explayo.
    - ¡Híjole! ¿Cómo es éso?
    - Del ciempiés peludo le hablo otro día, pero la cucaracha ésa era como de medio kilo, y despegó desde el mostrador de madera del chino Lucho, directo hacia mí, justo cuando me encontraba canchereando con las dos hijas del oriental, que me hacían ojitos chinos cada vez que iba a comprar los refrescos. Me desgració el prestigio la peri-planeta inmunda ésa, porque tuve que salir corriendo hasta la acera de enfrente ante la risa de las dos jóvenes que se achinaban más debido a las carcajadas que les provocaba mi espanto. Jamás le perdonaré éso a la cucaracha.
Volviendo al tema de Mucher Hueber: Detrás de esta suerte, de su éxito fácil y de tanta coincidencia increíble, se adivina alguna mano oculta que promociona y eleva a inmerecidas posiciones las obras de este curioso autor. Se diría, si se pudiera decir como aquí lo estoy diciendo, que Mucher Hueber tiene mucho de lo que hay que tener, o de lo contrario, teniendo poco de lo que se esperaría que tenga mucho, es casi como si no tuviera nada, sobre todo por el nombre y apellido que ostenta; sería funcional a inconfesables intereses que por éso mismo se ocultan y quedan como podría decirse, invisibles ante el escrutinio público; pero dejemos estas simplezas y vayamos a lo más sustancioso -si alguna sustancia fuera posible hallar- de su controvertida aunque aún escasa producción. Este es su segundo libro, después de 25 años de arduo trabajo.
En “La sandalia del arador”, novela supuestamente costumbrista, pretende, por ejemplo, confundir al lector con inauditas comparaciones entre el susodicho calzado del protagonista, que es un sencillo agricultor, el cual le aprieta demasiado uno de los pies causándole permanente incomodidad, con su descocada señora que también molesta bastante con ciertas actitudes y con sus continuas escapadas del hogar; aunque Cornelio, ése es su nombre, no acepta las consuetudinarias ausencias de la mencionada dama, el autor parece más interesado en disimularlas que en narrar la historia, y se inventa situaciones que a nadie convencen para justificar las correrías de ésta.
No es que una mujer debiera pasarse todo el tiempo en la cocina y/o siempre a la vista del marido, pero una salida de tres días sin destino preciso y no muy claro bastarían para dudar de la moralidad de cualquier mujer y poner en tela de juicio su integridad como persona, pero el autor se hace el distraído con el personaje femenino y no encuentra nada de raro en esas escapadas, porque son varias y no las puede dejar de narrar debido a las exigencias del argumento.
Que el mocetón de la chacra de al lado haya estado ausente durante los mismos días de la, según él, intrascendente desaparición de Pura, que así se llama la disipada esposa de Cornelio, le parece una simple coincidencia, y la única explicación lógica y que salta a la vista es que se los pasaron encerrados en la posada del pueblo, Mucher la descarta ligeramente sin ninguna justificación, con el agravante de no mencionar siquiera la más que probable participación del posadero en lo que habría sido una triple orgía porque a éste nadie lo vio salir de la habitación en que se encontraba la ilegal pareja.
El pueblo entero (especialmente el elemento masculino) se hace el desentendido, porque Cornelio no es muy querido en la región, precisamente porque hay muchos interesados en su señora, que a pesar de ser algo ordinaria tiene algunos de esos primitivos encantos que suelen provocar apasionados arrebatos en algunos hombres, posiblemente de similar condición. Hasta el cura del pueblo pone el grito en el cielo, pero en verdad lo que le molesta es que Pura haya dejado de realizar sus periódicas y frecuentes visitas al confesionario desde que conoció al mentado mocetón, del que extrañamente Hueber jamás nos dice su nombre pero sí nos hace partícipes de ciertas observaciones referentes a algunos atributos físicos del personaje.
Cornelio, el “arador”, como a dado en llamarlo su autor, es presentado como un nervioso espécimen que exagera la importancia de las salidas y ausencias de su pareja, que el autor ve como si fueran lo más natural del mundo, pero no atina a hacer nada para evitarlas, llegando el mencionado Hueber a grotescas insinuaciones y hacer incluso burla del mismo en algunos diálogos, dicho sea de paso, demasiado previsibles. Por ejemplo:


    - Pura, querida... ¿Dónde vas tan tarde?
    - Ya vuelvo, Conelio, voy a sacarle brillo a los cuernos.
    - ¿Cómo es éso? Inquiere desconfiado el susodicho.
    - Los cuernos del toro pintado... me gusta cuando relucen a la luz de la luna.
    - ¿Quieres que te acompañe, querida?
    - Mejor voy sola, Corni, porque cuando tú estás no se para... el toro; se queda echado y no hay modo de levantarlo.
En una burda imitación del jorobado de Notre Dame aunque de manera casi multitudinaria, Mucher Hueber nos presenta un escandaloso cuadrángulo; sin contar a la Pura pues con ella serían cinco; en que están implicados: Cornelio, el cura, el posadero y el mocetón, que no tiene joroba pero sí alguna otra protuberancia que equilibra en algo la forzada comparación que pretende hacer el Hueber éste con la clásica obra de Víctor Hugo.
Es increíble cómo el autor nos trata de tomar por estúpidos o no entiende él mismo lo que cuenta, porque a pesar de que su novela está narrada en tercera persona, haciendo él mismo de narrador omnisciente, no logra entender lo que acontece con sus personajes. Realmente se le fueron de las manos, especialmente Pura que hace lo que le da la gana y tiene al pueblo entero como se dice en pindingas (en suspenso). Éste sería el mayor logro de la literatura si existiera un género en que todos, menos el autor, supieran lo que está pasando en la historia tratada. Sería fabuloso. Hasta dan ganas de crear el “Gran Premio Mucher Hueber a la Creación Literaria Impredecible y Descarriada”. Él mismo podría ser el primero en adjudicárselo y después, periódicamente lo seguiríamos entregando a los demás candidatos nominados.
Una de las escenas más interesantes se da con el cura de la correspondiente parroquia, que a todas vistas siente alguna clase de doble sentimiento por la distinguida dama, digamos que un odio apasionado o tal vez una pasión odiosa, desde que, según murmura la gente, ésta dejó de asistir religiosamente al servicio espiritual y se comenzó a interesar más en el brillo de los cuernos de uno de sus toros, afición muy natural y comprensible para el autor, pero que a nadie más convence. En esa escena el cura, ebrio de alcohol y deseos de venganza, se sube a la pequeña torre de su iglesia, vestido rigurosamente de Adán, y comienza a tocar las campanas frenéticamente mientras grita el nombre de su odiada amada: - ¡Pura! ¡Puraaaaa! - cambiando a veces una letra del nombre y calificándola además de muy grandísima, en tanto que sus partes íntimas parecen imitar en sus movimientos a las ruidosas piezas de bronce. Vemos aquí cómo se luce toda la simplona vulgaridad de Muchen que parece extasiarse con la innecesaria descripción detallada de la anatomía del fraile.
Extrañamente, según el autor, pero lógicamente según todos los demás, el único que lo ayuda a calmarse y lo baja de la elevada posición de vergüenza es Don Próctolo, el posadero, ignoto compañero de juergas y encerronas que el autor desconoce a pesar de ser él quien escribe la novela. No se puede creer semejante des-coordinación neuronal en un hombre de letras.
La parte más dramática nos muestra a las mujeres del pueblo, casi en su totalidad, premunidas de llameantes antorchas, que, al no ponerse de acuerdo si quemar la iglesia con el cura caliente adentro, quemar la posada igualmente con el Próctolo dentro o dirigirse a la chacra de Pura y purificarla a ella y sus pertenencias con el sagrado fuego de la depuración, terminan dando vueltas desorientadas hasta que se les apagan las antorchas por falta de combustible, lo que las hace regresar a sus hogares más calientes de lo que estaban antes, de furiosas y no de acaloradas porque no pudieron desahogar su ira. Las casadas, que eran casi todas, se vengaron dejando a sus maridos afuera durante la fría noche, los que sin embargo parece que aceptaron humildemente el castigo porque al día siguiente se les veía más contentos que de costumbre, mientras la incansable Pura llegaba a casa de madrugada (toda despeinada y maltratada) encontrando a Cornelio extrañamente perturbado, aunque todavía manejable, pues con un último esfuerzo la abnegada mujer pone calma en el escandaloso levantamiento que encuentra al llegar. No se puede negar que Pura es un personaje admirable que nos deja con ganas... de seguir leyendo sobre ella.
Así, apoyado en estos escándalos y también en los supuestos afanes que tiene Pura por la limpieza y los ornamentos del ganado bovino, Mucher Hueber va armando, sin proponérselo, un clima de desconfianza que termina haciendo caer en la trampa de los celos al noble arador. El clímax es logrado en un absurdo final cuando Cornelio encuentra a Pura en extraña posición, sujetando un mazo con las dos manos, y según explica reparando las tablas del piso del establo con la ayuda del mencionado mozo de la chacra de al lado, quien siempre atento se ofrece a colaborar con las tareas más pesadas que la dama no consigue realizar sola, y que ella, por algún exceso de consideración hacia el marido, según explica Hueber, prefiere no incomodarlo buscando siempre que puede la ayuda de su joven y tosco vecino.
Así pues, según narra el ingenuo autor, por una simple posición que Pura no consigue hacer comprender a Cornelio, porque éste, debido a sus pobres conocimientos de carpintería, no entiende cómo ese hombre puede clavar una tabla en su debido lugar, sin ningún martillo en la mano, semi desnudo, en posición horizontal y con doña Pura ubicada entre la tabla y el encargado de clavarla, obstruyendo a ojos vistas la mencionada tarea y llevando a otros perturbadores significados lo que normalmente se entiende por clavar. Así pues, decía, por esa simpleza se desata el tremebundo fin que veremos a continuación.
Resulta que por un nimio desconocimiento de los más elementales rudimentos de ese antiguo oficio; me refiero a la carpintería y no al oficio de Pura, más antiguo que el otro; el celoso marido va en busca de su vieja escopeta de dos cañones, con la intención de ponerse al día en los adelantos de dicha profesión a perdigonazo limpio. Solamente el mocetón de la chacra vecina, del que seguimos sin enteramos del nombre pero sí de algunos de sus notables atributos que parecen obnubilar a Hueber, sale mal herido, más o menos allí pero por la parte de atrás, por suerte para él pues consigue salvar la útil herramienta que tanto estuvo utilizando a lo largo de la novela; pero quedó bastante comprometido por la retaguardia; en tanto Pura logra huir con lo puesto y con todos los ahorros de Cornelio, que por una extraña casualidad estaban en su bolsa de mano y que a Hueber le parece la cosa más normal del mundo. ¡Ah, si serás, Mucher Hueber!
Al final, la pobre mujer desaparece de la región y casualmente, según la novela, desaparecen también el cura, el  posadero y varios otros individuos del pueblo, mientras Hueber trata de formular alguna enredada explicación para justificar estos casos que según afirma, son a todas luces inconexos, que nada tienen que ver entre sí.
Bendita sea la inocencia.
Ya en el epílogo vemos al mozo recuperándose de sus heridas y muy entusiasmado con la cría y pastoreo de ovejas, con las que parece haberse encariñado más de la cuenta; con cierto aire entre romántico y melancólico va curando sus heridas físicas y quien sabe sentimentales, rodeado de sus tiernas y lanudas compañeras. De Cornelio nos entramos al final que tenía ciertos afanes con la cocinera de la hacienda de unos alemanes que solía pasar por su chacra a recoger unas hierbas que sólo se daban de ese lado del río... las hierbas parece que eran de muy privada exclusividad de Cornelio, que por lo visto daba las cornadas en la misma medida que las recibía.
Menos mal que el libro ése no existe, que si existiera, habría que quemarlo, o tal vez volverlo a escribir pero como debe ser.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario