CRÍTICA LITERARIA
No
es tarea fácil hacer la crítica de una obra literaria, hay que
leerla primero; y allí nomás ya comienza la complicación porque ya
casi nadie lee; y luego esperar que los lectores concuerden por lo
menos en lo más general con la opinión del crítico y no se llegue
a inacabables discusiones engorrosas e inútiles; y todo para lograr que quienes no lo
hayan leído se hagan una idea del libro y lo dejen tal vez para
siempre en el olvido.
Entonces,
puede ser igual o más interesante aún hacer la crítica de un libro
y de un autor que no existen. Nos saltamos entonces la etapa más
árida y menos satisfactoria de la crítica literaria y vamos
directamente a lo que interesa: destripar al autor y a su obra.
Imaginemos una novela y hagamos la correspondiente disección
literaria. Seamos fríos, insobornables e implacables en nuestras
observaciones.
¡Qué
absurdo! me dirán, y posiblemente ni me tomen en serio porque soy un ilustre desconocido en el campo
literario, sin embargo Jorge Luis Borges lo hizo más de una vez,
causando admiración y merecido aplauso, por ejemplo en Ficciones:
Examen
de la obra de Herbert Quain,
que no existe, o El
acercamiento a Almotásim,
igualmente un apasionante libro jamás escrito, y llegó mucho más
lejos inventando hasta mundos y universos enteros como en Tlön,
Uqbar, Orbis Tertius,
previendo incluso internet, la web y hasta la misma Wikipedia.
-
¡Y usted ya se quiere comparar con el gran Borges! ¡Éso nomás
faltaba!
-
¿Por qué no? - Algún parecido existe entre nosotros.
-
¡Ja! ¿Cómo así?
-
Ambos humanos, me parece... dos ojos al frente, nariz al medio de la
cara, la boca debajo... el parecido es evidente.
-
Chistoso.
-
Y qué quería, que un Borges le dirija a usted la palabra y se
ponga a discutirle de tú y vos, por favor, ¡ubíquese!
Así
es que inventemos al autor y a su obra. Que sea Mucher Hueber, un
novelista contemporáneo. Aquí vamos:
EXAMEN DE LA OBRA DE MUCHER HUEBER
Crítica "objetiva" de su novela:
“La sandalia del arador”
(2013)
Editorial
Dabadabadú
Putrajaya
- Malasia
Desde
que publicara su primer texto, allá por 1988, este autor ha llamado
mi atención por su contradictoria prosa plagada de inútiles
adjetivos que aunque recargaban fútilmente el lenguaje, le daban
una cierta sensación de interesante profundidad que encandilada a
los lectores menos atentos. Incursionaba asombrosamente en temas de
los que nada conocía y lograba con increíble desparpajo discutibles
confrontaciones con estudiosos mucho más enterados que él pero que
careciendo de algún renombre, sucumbían ante los impiadosos medios
que los presentaban de manera poco menos que caricaturesca, en su
afán de defender con impudicia al mentado autor, posiblemente más
mentado todavía después de tanto favoritismo mediático.
Éso
de preguntar cualquier cosa a cualquier “celebridad” tiene sus
bemoles. Le preguntan de política a un futbolista, de geología a
una modelo, de ginecología al presidente de la corte suprema. Un día
a Hueber le preguntaron seriamente sobre el calentamiento global.
¡Qué va a saber ese cojudo de calentamientos! Ni yo, que soy
especialista en esa otra cosa.
-
Mr. Hueber... ¿Qué opina sobre el calentamiento global?¿Sabe que
hoy pasamos la barrera de los 400 ppm* de CO2?*
*(400
partes por millón de dióxido de carbono en la atmósfera
terrestre. Según afirman los científicos éste es el punto de no
retorno, como se dice el punto del “ya nos jodimos”. Se alcanzó
el 8 de enero de 2014, partes más, partes menos.)
-
¡400 ppm! Ja ja ja...Mientras no se me quemen las tostadas del
desayuno, no tengo problemas con el CO2. - Contestó,
según él, con mucha gracia.
Y
le festejaron la cojudez (tontería, estupidez), diseminando de esa forma entre los oyentes
y/o televidentes esa virulenta superficialidad que nos lleva a las
profundidades inconmensurables del infantilismo idiotizante que
tampoco voy a solucionar con mis incursiones por el mundo de las
letras, ni tengo por qué hacerlo. Desgraciadamente los medios
cumplen rigurosamente su papel de des-informadores y embrutecedores
masivos. Pero sepan que se puede ser profundamente superficial pero
jamás superficialmente profundo.
-
A usted lo deberían entrevistar, oiga.
-
Seguro... que me vengan a preguntar sobre la fauna hondureña,
digamos que acerca de la idiosincrasia telúrica del ciempiés
peludo de Tegucigalpa y su interacción con la cucaracha voladora de
la despensa del chino de Comayagua, ya van a ver como me explayo.
-
¡Híjole! ¿Cómo es éso?
-
Del ciempiés peludo le hablo otro día, pero la cucaracha ésa era
como de medio kilo, y despegó desde el mostrador de madera del
chino Lucho, directo hacia mí, justo cuando me encontraba
canchereando con las dos hijas del oriental, que me hacían ojitos
chinos cada vez que iba a comprar los refrescos. Me desgració el
prestigio la peri-planeta inmunda ésa, porque tuve que salir
corriendo hasta la acera de enfrente ante la risa de las dos jóvenes
que se achinaban más debido a las carcajadas que les provocaba mi
espanto. Jamás le perdonaré éso a la cucaracha.
Volviendo
al tema de Mucher Hueber: Detrás de esta suerte, de su éxito fácil
y de tanta coincidencia increíble, se adivina alguna mano oculta que
promociona y eleva a inmerecidas posiciones las obras de este curioso
autor. Se diría, si se pudiera decir como aquí lo estoy diciendo,
que Mucher Hueber tiene mucho de lo que hay que tener, o de lo
contrario, teniendo poco de lo que se esperaría que tenga mucho, es
casi como si no tuviera nada, sobre todo por el nombre y apellido que
ostenta; sería funcional a inconfesables intereses que por éso
mismo se ocultan y quedan como podría decirse, invisibles ante el
escrutinio público; pero dejemos estas simplezas y vayamos a lo más
sustancioso -si alguna sustancia fuera posible hallar- de su
controvertida aunque aún escasa producción. Este es su segundo
libro, después de 25 años de arduo trabajo.
En
“La sandalia del arador”, novela supuestamente costumbrista,
pretende, por ejemplo, confundir al lector con inauditas
comparaciones entre el susodicho calzado del protagonista, que es un
sencillo agricultor, el cual le aprieta demasiado uno de los pies
causándole permanente incomodidad, con su descocada señora que
también molesta bastante con ciertas actitudes y con sus continuas
escapadas del hogar; aunque Cornelio, ése es su nombre, no acepta
las consuetudinarias ausencias de la mencionada dama, el autor parece
más interesado en disimularlas que en narrar la historia, y se
inventa situaciones que a nadie convencen para justificar las
correrías de ésta.
No
es que una mujer debiera pasarse todo el tiempo en la cocina y/o
siempre a la vista del marido, pero una salida de tres días sin
destino preciso y no muy claro bastarían para dudar de la moralidad
de cualquier mujer y poner en tela de juicio su integridad como
persona, pero el autor se hace el distraído con el personaje
femenino y no encuentra nada de raro en esas escapadas, porque son
varias y no las puede dejar de narrar debido a las exigencias del
argumento.
Que
el mocetón de la chacra de al lado haya estado ausente durante los
mismos días de la, según él, intrascendente desaparición de Pura,
que así se llama la disipada esposa de Cornelio, le parece una
simple coincidencia, y la única explicación lógica y que salta a
la vista es que se los pasaron encerrados en la posada del pueblo,
Mucher la descarta ligeramente sin ninguna justificación, con el
agravante de no mencionar siquiera la más que probable participación
del posadero en lo que habría sido una triple orgía porque a éste
nadie lo vio salir de la habitación en que se encontraba la ilegal
pareja.
El
pueblo entero (especialmente el elemento masculino) se hace el desentendido, porque Cornelio no es muy
querido en la región, precisamente porque hay muchos interesados en
su señora, que a pesar de ser algo ordinaria tiene algunos de esos
primitivos encantos que suelen provocar apasionados arrebatos en
algunos hombres, posiblemente de similar condición. Hasta el cura
del pueblo pone el grito en el cielo, pero en verdad lo que le
molesta es que Pura haya dejado de realizar sus periódicas y
frecuentes visitas al confesionario desde que conoció al mentado
mocetón, del que extrañamente Hueber jamás nos dice su nombre pero
sí nos hace partícipes de ciertas observaciones referentes
a algunos atributos físicos del personaje.
Cornelio,
el “arador”, como a dado en llamarlo su autor, es presentado como
un nervioso espécimen que exagera la importancia de las salidas y
ausencias de su pareja, que el autor ve como si fueran lo más
natural del mundo, pero no atina a hacer nada para evitarlas,
llegando el mencionado Hueber a grotescas insinuaciones y hacer incluso burla
del mismo en algunos diálogos, dicho sea de paso, demasiado
previsibles. Por ejemplo:
-
Pura, querida... ¿Dónde vas tan tarde?
-
Ya vuelvo, Conelio, voy a sacarle brillo a los cuernos.
-
¿Cómo es éso? Inquiere
desconfiado el susodicho.
-
Los cuernos del toro pintado... me gusta cuando relucen a la luz de
la luna.
-
¿Quieres que te acompañe, querida?
-
Mejor voy sola, Corni, porque cuando tú estás no se para... el
toro; se queda echado y no hay modo de levantarlo.
En
una burda imitación del jorobado de Notre Dame aunque de manera casi
multitudinaria, Mucher Hueber nos presenta un escandaloso
cuadrángulo; sin contar a la Pura pues con ella serían cinco; en
que están implicados: Cornelio, el cura, el posadero y el mocetón,
que no tiene joroba pero sí alguna otra protuberancia que equilibra
en algo la forzada comparación que pretende hacer el Hueber éste
con la clásica obra de Víctor Hugo.
Es
increíble cómo el autor nos trata de tomar por estúpidos o no
entiende él mismo lo que cuenta, porque a pesar de que su novela
está narrada en tercera persona, haciendo él mismo de narrador
omnisciente, no logra entender lo que acontece con sus personajes.
Realmente se le fueron de las manos, especialmente Pura que hace lo
que le da la gana y tiene al pueblo entero como se dice en pindingas
(en suspenso). Éste sería el mayor logro de la literatura si
existiera un género en que todos, menos el autor, supieran lo que
está pasando en la historia tratada. Sería fabuloso. Hasta dan
ganas de crear el “Gran Premio Mucher Hueber a la Creación
Literaria Impredecible y Descarriada”. Él mismo podría ser el
primero en adjudicárselo y después, periódicamente lo seguiríamos
entregando a los demás candidatos nominados.
Una
de las escenas más interesantes se da con el cura de la
correspondiente parroquia, que a todas vistas siente alguna clase de
doble sentimiento por la distinguida dama, digamos que un odio
apasionado o tal vez una pasión odiosa, desde que, según murmura la
gente, ésta dejó de asistir religiosamente al servicio espiritual y
se comenzó a interesar más en el brillo de los cuernos de uno de
sus toros, afición muy natural y comprensible para el autor, pero
que a nadie más convence. En esa escena el cura, ebrio de alcohol y
deseos de venganza, se sube a la pequeña torre de su iglesia,
vestido rigurosamente de Adán, y comienza a tocar las campanas
frenéticamente mientras grita el nombre de su odiada amada: - ¡Pura! ¡Puraaaaa! -
cambiando a veces una letra del nombre y calificándola además de
muy grandísima, en tanto que sus partes íntimas parecen imitar en
sus movimientos a las ruidosas piezas de bronce. Vemos aquí cómo se
luce toda la simplona vulgaridad de Muchen que parece extasiarse con
la innecesaria descripción detallada de la anatomía del fraile.
Extrañamente,
según el autor, pero lógicamente según todos los demás, el único
que lo ayuda a calmarse y lo baja de la elevada posición de
vergüenza es Don Próctolo, el posadero, ignoto compañero de
juergas y encerronas que el autor desconoce a pesar de ser él quien
escribe la novela. No se puede creer semejante des-coordinación
neuronal en un hombre de letras.
La
parte más dramática nos muestra a las mujeres del pueblo, casi en
su totalidad, premunidas de llameantes antorchas, que, al no ponerse
de acuerdo si quemar la iglesia con el cura caliente adentro, quemar
la posada igualmente con el Próctolo dentro o dirigirse a la chacra
de Pura y purificarla a ella y sus pertenencias con el sagrado fuego
de la depuración, terminan dando vueltas desorientadas hasta que se
les apagan las antorchas por falta de combustible, lo que las hace
regresar a sus hogares más calientes de lo que estaban antes, de furiosas y no de acaloradas porque no pudieron desahogar su ira. Las
casadas, que eran casi todas, se vengaron dejando a sus maridos afuera durante la fría noche, los
que sin embargo parece que aceptaron humildemente el castigo porque
al día siguiente se les veía más contentos que de costumbre,
mientras la incansable Pura llegaba a casa de madrugada (toda despeinada y maltratada) encontrando
a Cornelio extrañamente perturbado, aunque todavía manejable, pues
con un último esfuerzo la abnegada mujer pone calma en el
escandaloso levantamiento que encuentra al llegar. No se puede negar
que Pura es un personaje admirable que nos deja con ganas... de seguir leyendo sobre ella.
Así,
apoyado en estos escándalos y también en los supuestos afanes que
tiene Pura por la limpieza y los ornamentos del ganado bovino, Mucher
Hueber va armando, sin proponérselo, un clima de desconfianza que
termina haciendo caer en la trampa de los celos al noble arador. El
clímax es logrado en un absurdo final cuando Cornelio encuentra a
Pura en extraña posición, sujetando un mazo con las dos manos, y según explica reparando las tablas del piso del establo con la ayuda del
mencionado mozo de la chacra de al lado, quien siempre atento se
ofrece a colaborar con las tareas más pesadas que la dama no
consigue realizar sola, y que ella, por algún exceso de
consideración hacia el marido, según explica Hueber, prefiere no
incomodarlo buscando siempre que puede la ayuda de su joven y tosco
vecino.
Así
pues, según narra el ingenuo autor, por una simple posición que
Pura no consigue hacer comprender a Cornelio, porque éste, debido a
sus pobres conocimientos de carpintería, no entiende cómo ese hombre puede
clavar una tabla en su debido lugar, sin ningún martillo en la mano,
semi desnudo, en posición horizontal y con doña Pura ubicada entre la tabla y el encargado de clavarla, obstruyendo a ojos vistas la
mencionada tarea y llevando a otros perturbadores significados lo que
normalmente se entiende por clavar. Así pues, decía, por esa
simpleza se desata el tremebundo fin que veremos a continuación.
Resulta
que por un nimio desconocimiento de los más elementales rudimentos
de ese antiguo oficio; me refiero a la carpintería y no al oficio de
Pura, más antiguo que el otro; el celoso marido va en busca de su
vieja escopeta de dos cañones, con la intención de ponerse al día
en los adelantos de dicha profesión a perdigonazo limpio. Solamente
el mocetón de la chacra vecina, del que seguimos sin enteramos del
nombre pero sí de algunos de sus notables atributos que parecen
obnubilar a Hueber, sale mal herido, más o menos allí pero por la
parte de atrás, por suerte para él pues consigue salvar la útil
herramienta que tanto estuvo utilizando a lo largo de la novela; pero
quedó bastante comprometido por la retaguardia; en tanto Pura logra
huir con lo puesto y con todos los ahorros de Cornelio, que por una
extraña casualidad estaban en su bolsa de mano y que a Hueber le
parece la cosa más normal del mundo. ¡Ah, si serás, Mucher Hueber!
Al
final, la pobre mujer desaparece de la región y casualmente, según
la novela, desaparecen también el cura, el posadero y varios otros individuos del pueblo, mientras
Hueber trata de formular alguna enredada explicación para justificar
estos casos que según afirma, son a todas luces inconexos, que nada
tienen que ver entre sí.
Bendita
sea la inocencia.
Ya
en el epílogo vemos al mozo recuperándose de sus heridas y muy
entusiasmado con la cría y pastoreo de ovejas, con las que parece
haberse encariñado más de la cuenta; con cierto aire entre
romántico y melancólico va curando sus heridas físicas y quien
sabe sentimentales, rodeado de sus tiernas y lanudas compañeras. De
Cornelio nos entramos al final que tenía ciertos afanes con la
cocinera de la hacienda de unos alemanes que solía pasar por su
chacra a recoger unas hierbas que sólo se daban de ese lado del
río... las hierbas parece que eran de muy privada exclusividad de
Cornelio, que por lo visto daba las cornadas en la misma medida que
las recibía.
Menos
mal que el libro ése no existe, que si existiera, habría que
quemarlo, o tal vez volverlo a escribir pero como debe ser.
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